Es imposible que el deseo no interfiera a la hora de imaginar el futuro, sobre todo si se lo imagina desde el presente de una praxis militante que, aunque modesta y acotada, pretenda alterar radicalmente un orden injusto caracterizado por la desigualdad económica, social, política y cultural; un orden signado por la dominación y la explotación de las clases subalternas y oprimidas.
Esa praxis, obviamente inserta en la lucha de
clases, es la que hace posible la representación y la expectación de un futuro
mejor, exhibiendo –aquí y ahora– algunos indicios alentadores. Esa praxis
instituye nada más y nada menos que la posibilidad de que los y las “de abajo”
generen una perspectiva de poder propia y asuman el compromiso de dirigir la Nación. Digamos ,
entonces, que esa praxis es una especie de sol vespertino repleto de colores
inexplorados. Blas Pascal, fiel a la figura tal vez más pródiga a la hora de
asumir una fe, decía: “consuélate, no me buscarías, si no me hubieras
encontrado”.
Partiendo de esta premisa, nos proponemos
delinear algunas características del camino que pueda llevar a una
resignificación del socialismo en clave radical y de los medios políticos más
funcionales para construirlo. Es decir, vamos a proponer algunos ejes
concernientes a la izquierda “política” (algo así como un “frente político
plebeyo”) que –nos parece– necesitamos de cara a un proceso de superación
auto-conciente de la mercancía como principal mediadora de las relaciones
sociales; pero sin dejar de destacar, al mismo tiempo, la gravitación efectiva
de una izquierda policroma, “social”, “cultural”, etc., que aún no logra
coagular en una síntesis nueva (y por lo tanto irreductible a sus fuentes), que
tiene lógicas dificultades a la hora de darse unos correlatos políticos
significativos y unas expresiones institucionales que estén en consonancia con
su real inserción, su influencia y sus
potencialidades.
Necesitamos una izquierda que no promueva
instituciones y prácticas simétricas a las del capital, que no reproduzca las
prácticas burguesas y las ideologías productivistas, que esté dispuesta a
recuperar las formas del saber plebeyo situadas por fuera de la modernidad
iluminista y la racionalidad instrumental, que no nazca de la certeza de
atesorar una verdad inmutable o una novedad radical, sino de la voluntad de
conservar y multiplicar las potencialidades políticas de las organizaciones populares
y los movimientos sociales. Esto es: la función que debería ejercer esta fuerza
política es la de “potenciar” las
instancias de autogestión y autoorganización de las clases subalternas y
oprimidas, abjurando de toda pretensión tendiente a expresarlas de antemano y
no atribuyéndose unilateralmente su representación. La función potenciadora,
que en algunos casos puede ser “iniciadora”, se malogra irremediablemente
cuando se la utiliza para reclamar el derecho de constituir una elite política
experta. Este tipo de elites, indefectiblemente, se dedican a atemperar el deseo de las bases.
Necesitamos una izquierda que reinvente la
política como praxis revolucionaria; que no la conciba como gestión de lo que
es y de lo que está (como mera administración progresista del ciclo económico)
o como la ejecución de la doctrina y el dogma. Una fuerza política
revolucionaria debe inspirarse en
guiones laxos, sin patrones ni métodos inflexibles, y debe reclamar
siempre el derecho a la experimentación colectiva y auto-gestora de nuevas
formas de conocimiento, organización, lucha y vida.
Necesitamos una izquierda que no coloque al
Estado en el horizonte del pensar-hacer la política, que reserve ese sitial
para otra cosa: algo cercano a la comunidad solidaria e igualitaria. Desde este
emplazamiento, estará en situación de desestimar de plano la idea de que los
cambios radicales vienen indefectiblemente desde arriba. Al mismo tiempo estará
predispuesta a librar batallas por incidir en todo ámbito que pueda contribuir
a la plenitud popular, con la certeza de que esas incursiones, sólo servirán si
se cuenta con una territorialidad propia (y hablamos de territorio en el
sentido más extenso y complejo del concepto). Aunque se sustenten formulaciones
dizque revolucionarias, negarse a la disputa por esos ámbitos puede conducir a
la naturalización del poder hegemónico, puede llevar a la cancelación
principista e ingenua de un conjunto de praxis que también pueden ser (o
devenir) contra-hegemónicas o que, sencillamente, pueden servir para obtener
avances democráticos. Una revolución integral se distingue por su
irreductibilidad al control del poder estatal, pero no por eso soslaya esta
cuestión. El cambio social reclama de fuerzas capaces de desarrollar un modelo
de construcción político-social –un modelo de disputa por el poder– que se
distinga por combinar arraigo territorial con acumulación y multiplicación, sin
desechar las maniobras por líneas interiores y los ataques convergentes.
Necesitamos una izquierda que desconfíe de
los caminos sin trampas (el riesgo es inevitable) y que adquiera plena
conciencia de que las derrotas o las victorias fraudulentas pueden ocurrir
tanto en el “arriba” como en el “abajo”. Lo que significa que se puede
colaborar con ellas reivindicado totalidades o fragmentos; partiendo de valores
relacionados con lo contingente, coyuntural y
“táctico”; o de valores relacionados con lo absoluto, lo eterno y lo
“estratégico”. La política de superestructuras (política reducida a los
formatos institucionales o a los esquemas de poder y aparato) y el basismo; son
dos auto-limitaciones que terminan
siendo fatales para las organizaciones y movimientos populares.
Necesitamos una izquierda que asuma que el
cambio social, el socialismo, la
sociedad autorregulada, deben prefigurarse en cada construcción y en
cada lucha, esto es: hacer de las construcciones y luchas de las clases
subalternas y oprimidas laboratorios de experimentación y movimientos
preparatorios de nuevas relaciones sociales. Las construcciones prefigurativas,
cotidianas, muchas veces leves y difusas –sobre todo en las periferias
urbanas–, son estratégicas por
diferentes motivos: 1) porque concretan en el presente “desigual y combinado”
una porción del futuro de justicia, igualdad y autodeterminación bajo las forma
de una sociedad paralela, un contra-estado o un poder dual, convirtiéndose así
en escuelas de rebelión pero también de institucionalidad alternativa y
superadora; 2) porque hacen representable ese futuro para las clases subalternas
y oprimidas, les permiten “ir por más”, y asumir el rol de protagonistas de la
historia; 3) porque, si evitan caer en el culto del aislamiento, si se niegan
los “tratados de paz” con el sistema hegemónico, poseen una formidable
capacidad de articularse con distintas formas de resistencia y lucha (y de
producir saltos políticos cualitativos, es decir, saltos en la conciencia, en
los objetivos y en los métodos). Además de esta dimensión “prefigurativa”,
consideramos que debería sumar otra de tipo “performativo”: que su verbo sea
perturbador porque realiza la acción en la misma enunciación. El carácter
performativo es un buen antídoto contra la burocracia y el apoltronamiento.
Resultan aberrantes las izquierdas “cortesanas”, lánguidas y satélites.
Necesitamos una izquierda que rechace el
sustitucionismo y el instrumentalismo que conspiran contra el desarrollo de una
perspectiva política en el seno de las clases subalternas y oprimidas y contra
las subjetividades militantes orientadas a la autodeterminación. Es
imprescindible la apuesta al trabajo paciente y constante tendiente a romper la
escisión entre dirigentes y dirigidos, entre expertos y legos; es más,
consideramos que esta faena obstinada tiene que ser uno de sus atributos
determinantes.
Necesitamos una izquierda antisectaria,
reacia a toda situación de ensimismamiento, alejada de toda práctica que
deteriore la solidaridad entre los de abajo y del “narcisismo de la pequeña
diferencia” del que hablaba Sigmund Freud. La atención puesta en las rencillas
menores es un síntoma inequívoco de estancamiento. Una fuerza política que
pretenda impulsar cambios radicales debe convidar generosa sus experticias, su
inteligencia respecto de las “leyes estructurales” y todos sus saberes
políticos, debe ponerlos en juego en una construcción teórico-práctica
colectiva, es decir: debe estar predispuesta a la redefinición de sus
experticias y sus saberes, en el terreno mismo de la praxis de las clases
subalternas y oprimidas; sólo de esta manera podrá contribuir al reconocimiento
de la complejidad del mundo sin degradar la reflexión, sin erigirse en una
maquina grosera, pretensiosa e insensata.
Necesitamos una izquierda que construya una
cultura política más colectiva y artesanal que profesional, más participativa que
escénica, una izquierda “situada”, que no “venga desde afuera” a traer
conciencia, reflexividad sociológica, textualidades o proyectos. Necesitamos
una izquierda que sea emergente genuino
de la solidaridad plebeya y del poder popular; que sea la manifestación
orgánica de la capacidad de las organizaciones populares y de los movimientos
sociales para gestar sus propios intelectuales y líderes, sus propios
trayectos, sus propios proyectos.
Necesitamos una izquierda que en sí misma sea la constatación de que las
organizaciones populares y los movimientos sociales se han convertido en
sujetos educativos, que las organizaciones y los movimientos populares se han
constituido en sujetos sociopolíticos activos e imaginativos, en escuelas de
conciencia y lucha.
Necesitamos una izquierda que asuma de una
buena vez el carácter inseparable de los procesos de auto-educación,
auto-conciencia histórica, auto-conciencia revolucionaria y auto-emancipación;
una izquierda que haga posible que la teoría y la práctica crítica se
conviertan en un ejercicio cotidiano de todos y todas.