La autonomía en las fauces del progresismo
Diez años parece un tiempo
razonable para poder reflexionar los hechos históricos con una mínima
perspectiva. Desde este punto de vista, estrictamente temporal, los sucesos del
19 y 20 de diciembre de 2001, que en realidad son el emergente mayor de
un ciclo de luchas que podemos fechar entre 1997 y 2002, o sea entre los
primeros cortes de rutas en el Gran Buenos Aires y los asesinatos del Puente
Pueyrredón, pueden ser analizados con la distancia que permite sacar algunas
conclusiones sobre su impronta en la historia reciente, tanto en el movimiento
popular como en los diversos arribas, los estatales, los partidarios y los
vinculados al capital.
Sin
embargo, asumir esa lógica analítica supone desaprovechar lo más rico, y
enriquecedor, que aportó el ciclo de luchas. Esa riqueza deviene del hecho
simple de que nada quedó en su lugar, como lo señalaron las propias
muchedumbres al gritar “Que se vayan todos”. Fue la primera vez en la historia
que cientos de miles de personas enarbolaron esa consigna, con la misma bronca
y radicalidad que en otros procesos vocearon “Libertad, Igualdad, Fraternidad”
o “Pan, Paz, Libertad”.
Puede
decirse, como se ha dicho en esta larga década en la que los interpretadores
profesionales ocuparon el centro del escenario cuando las multitudes lo
abandonaron, que nadie se fue y que todos se quedaron. Desde ese otro punto de
vista, el 19 y 20 fue un fracaso monumental. Pierden de vista que el valor de
un lema/estandarte no radica en su realización, en lo cual todos los procesos
fracasaron ya que no tenemos ni igualdad, ni libertad ni, mucho menos,
fraternidad. Lo realmente importante, lo que revela la conciencia social en un
cierto momento histórico, es la capacidad de formular y enarbolar consignas que
son asumidas por amplias franjas de la población. En este caso, el “Que se
vayan todos” fue tanto como proclamar: “Somos capaces de autogobernarnos”.
Afirmar que nada quedó en su
lugar, supone poner por delante el carácter destituyente de las jornadas del 19
y 20, y ese me parece el punto central. Es evidente que fue destituido un
gobierno, el de Fernando de la Rúa. Con él, llegó a su fin un modo de gobernar,
represivo, para el capital, para los de más arriba, contra los de abajo. Fue el
punto final del modelo neoliberal en su etapa privatizadora, el Consenso de
Washington. Pero fue también la destitución de una década signada por el
entreguismo, por las relaciones carnales con el imperio, por la soez
convivencia con lo peor del capitalismo.
Hilando
más fino, el ciclo de luchas puso en tela de juicio la cultura política de las
izquierdas, de los partidos, los sindicatos, las organizaciones burocráticas y
vanguardistas, pero también cuestionó a los analistas y a los intelectuales
progres o de izquierda. El “Que se vayan todos” fue un grito, digamos, no sólo
hacia y contra los de arriba sino, de modo simultáneo, hacia el interior del
mundo popular. Algo así como decir-nos: “Podemos dirigirnos sin vanguardias,
sin ustedes”. Y, también: “Podemos pensar-nos sin necesidad de que nos
piensen”. Es sobre esta radicalidad del 19 y 20 que me parece necesario
reflexionar, una década después. O sea, sobre nosotros. Sobre cómo nos remodeló
el 19 y 20, qué nos hizo, cómo nos atravesó, qué cambió en nuestras vidas y,
por supuesto, en nuestros modos de pensar y de hacer política. Es más: si
alguien cree que aquellas jornadas no lo cambiaron, lo más aconsejable es que
deje la lectura en este mismo renglón. Si decide seguir, no va a encontrar
reflexiones sobre lo que le sucedió a otros y otras, sobre la “coyuntura”, la
“realidad”, etc., sino sobre lo que el 19 y 20 me/nos hizo, o sea al que esto
escribe y a sus amigos y compañeros más cercanos.
El adiós a las instituciones
A
principios de diciembre de 2001 participé en un evento organizado por la CTA,
en el que se debatía el nuevo pensamiento crítico. Tuve la alegría de conocer a
John Holloway, con el que compartíamos puntos de vista y formas de ver el
mundo. Fue un evento interesante, masivo, participativo, en los mismos días que
Domingo Cavallo instalaba el corralito. Con John trabamos una amistad que va
más lejos que los acuerdos y los desacuerdos políticos y teóricos, y que no
está modelada por ellos sino por algo más de fondo: la capacidad de indignación
ante el mundo que sufrimos y la izquierda que no nos merecemos. Siento que esa
amistad está determinada por la impronta que el zapatismo produjo en nuestras
vidas, aunque explicarlo llevaría estas notas por caminos que se alejarían del
objetivo.
En
diciembre de 2001 pertenecía a una institución de educación popular con sede en
Montevideo, donde todos los años impartía un curso sobre movimientos sociales.
Era una institución interesante creada por José Luis Rebellato, filósofo y
educador uruguayo, militante comprometido con los derechos humanos y los
movimientos del abajo. Aquella era mi principal pertenencia institucional,
aunque por mi trabajo en el semanario Brecha sentía simpatía por el Frente
Amplio pese a la mediocre gestión municipal en Montevideo. En ocasiones
participaba en actividades de formación de algunas organizaciones sociales
históricas del Uruguay, en particular el movimiento de cooperativas de vivienda
por ayuda mutua.
Cuando
el Frente Amplio se convirtió en gobierno, el 1 de marzo de 2005, mi ya débil
pertenencia institucional se fue evaporando, hasta quedar a la intemperie. No
tenía sentido seguir trabajando en espacios dedicados a ser los brazos
ejecutores de las políticas sociales diseñadas en el Ministerio de Desarrollo
Social, para endulzar el modelo de dominación con la excusa de combatir la
pobreza. Bajo el gobierno de Tabaré Vázquez, la palabra “piquetero” que era
símbolo de lucha y resistencia de los de más abajo, se convirtió en insulto que
se infería a los asambleístas de Gualeguaychú por cortar el puente
internacional San Martín. Fueron años de soledad, introspección y de muchos
viajes por la región buscando aire fresco, algo que podía encontrarse aún en
Argentina pero sobre todo en Bolivia y Ecuador. Y, por supuesto, en Chiapas.
Con
el tiempo, la existencia de espacios que encarnaran los mismos valores del
ciclo de luchas de los desocupados argentinos, comenzaba a desfibrarse en todos
aquellos países donde se instalaron gobiernos progresistas o de izquierda. No
fue sencillo aceptar que los discursos radicales de los nuevos gobernantes
estaban concientemente destinados a disolver la potencia de la movilización
societal, porque la lógica había cambiado y ahora se trataba de reposicionar al
Estado en el centro del escenario, lo que naturalmente implicaba marginar a los
movimientos. Esta operación se hizo las más de las veces en nombre de los
propios movimientos y de los objetivos que habían enarbolado.
Todo
el esfuerzo del arriba, ahora progresista, se dedicó a disolver la
auto-organización de los de abajo, que había sido una de las más interesantes
novedades que trajo el 19 y 20, para bloquear o neutralizar el conflicto
social, requisito imprescindible para relanzar el proceso de acumulación de
capital ahora en base a la minería a cielo abierto y los monocultivos. O sea,
la exportación de commodities. Las políticas sociales fueron la
herramienta modelada por los nuevos think tanks progres licenciados de
viejas/nuevas instituciones como FLACSO, aunque siguen al pie de la letra los
modos y modelos aportados durante tanto tiempo por el Banco Mundial. Bajo la
sucesiva gama de políticas sociales que se afincaron en los territorios de la
resistencia, fueron cayendo una tras otra organizaciones de base que nacieron
para pelear y ahora se transformaron en gestoras e intermediarias de
iniciativas ministeriales. O sea, buena parte del espectro piquetero pasó en
pocos años del corte de ruta la gestión de políticas públicas, ya sea como los
encargados de bajar los planes a los barrios o como demandantes de más
servicios al ministerio correspondiente.
Gracias
a las luchas populares de los años anteriores se abrieron nuevos espacios en
las instituciones, en particular desde que los progresistas se hicieron gobierno.
Sin embargo, para un buen puñado de personas la participación en instituciones
estatales y en ONGs dejó de ser una alternativa atractiva por las dependencias
mentales y políticas que implica. Unos cuantos optan por otros caminos, total o
parcialmente, vinculados a iniciativas de base, a fábricas recuperadas, a
espacios sociales, culturales o políticos que permiten y auspician cierto grado
de autonomía, individual y colectiva. Estoy firmemente convencido que estos
espacios, que se multiplicaron en estos años, no existirían sin ese proceso que
llamamos 19 y 20 o “Que se vayan todos”.
La política: abajo y a la izquierda
Los movimientos se convirtieron en
organizaciones, con creciente diferenciación interna entre quienes toman
decisiones y aquellos que las ejecutan, con cuerpos estables de dirigentes,
presupuestos crecientes y locales emprolijados. En cierto momento, dejó de
tener sentido buscar referentes en otros países ya que la energía creativa se
fue disolviendo en todos, con la relativa excepción de Bolivia donde la
respuesta popular al “gasolizando” del 26 de diciembre parece indicar que los
movimientos mantienen su poder destituyente. Esa falta de creatividad es un
rasgo central en la distinción entre movimientos y organizaciones, ya que
aquellos se caracterizan por la existencia de un cierto “desorden” orgánico que
algunos denominamos “horizontalidad”. Que es más una tendencia
político-cultural que una realidad consolidada. En general, en aquellos
movimientos que protagonizaron los masivos cortes de rutas fueron permaneciendo
sólo los militantes que habían jugado un papel decisivo a la hora de crear los
colectivos de base. Como suele suceder en todo período de declive,
sobrevinieron las escisiones, por razones de principios o de conveniencias
personales, mientras una porción no menor fue cooptada por el Estado o, mejor,
hizo méritos para merecer esa situación.
Uno
de los ejercicios más difíciles de este período consistió en aceptar la nueva
realidad, y en comprenderla para intentar modificarla. Supuso, sobre todo,
entender los errores propios en la valoración de movimientos, situaciones y
expectativas, lo que impuso ajustar las opciones.
Se trataba de poner atención a lo
que sucedía abajo y a la izquierda, por usar conceptos zapatistas, para ver qué
estaba sucediendo en la cotidianeidad con la esperanza de que allí surgiría lo
nuevo o, en todo caso, lo mejor desde el punto de vista de la continuidad de
las resistencias. Por debajo de los discursos oficiales y desafiando la
polarización entre el gobierno K y los “rurales”, el ciclo de luchas que
parecía cortado luego de las elecciones de 2003 mostraba novedosos desarrollos.
Las decenas de asambleas contra la minería coordinadas en la Unión de Asambleas
Ciudadanas, son una de las varias muestras de que la consiga “Que se vayan
todos” no estaba muerta. Los bachilleratos populares en fábricas recuperadas y
en barrios donde habían nacido las organizaciones piqueteras, eran otra muestra
de que seguía siendo posible y necesario resistir.
Como
ejemplo, ahí están los hechos contundentes de Chilavert, donde funciona uno de
los primeros bachilleratos, y de IMPA, donde se creó el año pasado una
Universidad popular. O los espacios de formación que funcionan en Roca Negra de
la mano del Frente Darío Santillán y en Las Tunas (Tigre) impulsados por
Fogoneros. No conozco ningún censo de grupos de base, pero seguramente en toda
Argentina hay miles de iniciativas diseminadas en todo el país, urbanas y
rurales, vinculadas a la educación, la salud, la producción, la cultura popular,
en las que los activistas dedican toda su energía a mantener en pie espacios
que se niegan a obedecer a los diversos arribas. Todos ellos son hijos del 19 y
20.
Estos
desarrollos no alcanzan a conformar un nuevo ciclo de luchas, algo que parece
lejano ya que el Estado aún tiene recursos materiales y simbólicos suficientes
como para intervenir con éxito en los territorios de los movimientos, como lo
mostró en diciembre pasado en el Parque Indoamericano. La cuestión es otra. Las
nuevas resistencias, por llamarlas de alguna manera, aquellas que empatan con
el ciclo anterior y con el espíritu del 19 y 20 (menciono sólo los
bachilleratos y las asambleas ciudadanas pero hay mucho más), son señas, marcas
en la senda de quien busca abajo y a la izquierda. Son guías para no perderse
en la búsqueda, porque el progresismo ha contaminado de tal modo los espacios
sociales y políticos que a menudo resulta difícil separar las resistencias
auténticas de las escaleras para instalarse en instituciones.
En
este recorrido, como sucede siempre, algunos compañeros quedaron en el camino
pero siempre aparecen otros, a veces más jóvenes, o que provienen de espacios
con los que hasta ese momento no se tenían vínculos o parecían lejanos. En
Uruguay, a la intemperie y sin el menor apoyo de partidos o instituciones de
cualquier color, se van dibujando también nuevas realidades, pequeñas, locales,
con enormes fragilidades organizativas. Así, en plena euforia progresista nace
un frente interbarrial de varias experiencias de base, algunas con más de una
década de arraigo territorial. Una marca más en el camino. Menciono el caso
uruguayo porque no es, precisamente, el país de la región donde este tipo de
iniciativas -autónomas, de base, por fuera del Estado y los partidos- hayan
conocido un “medio ambiente” propicio para crecer y desarrollarse. Sin embargo,
todo indica que ese es el camino que toca recorrer, por más arduo y solitario
que sea.
Construir más allá del mercado y el Estado
Una de las enseñanzas mayores del
“Que se vayan todos” es el modo de caminar, no sólo el camino a recorrer. No es
una cuestión menor. Conocemos decenas de colectivos que se han arrimado a las
subvenciones estatales y a las dádivas de ONGs, en especial las del Norte, con
el objetivo de hacer más liviano el camino. El resultado es que algunos grupos
son más conocidos en el exterior que en el propio país donde, supuestamente,
están arraigados. La tentación ha sido grande (viajes, donaciones, proyectos),
pero los costos demasiado elevados. Al punto que hipotecaron la existencia
misma de esos movimientos, que en su momento parecieron sólidos y llegaron a
ser referentes de una buena parte de la sociedad movilizada.
No
se trata de defender algún tipo de aislacionismo respecto a toda institución.
Con excepción del zapatismo, en América Latina todos los movimientos tienen
relaciones con el Estado y aceptan vincularse de algún modo con las políticas
sociales. Los sin tierra de Brasil y Paraguay, los indígenas de Bolivia y
Ecuador, pero también los de Chile y Colombia, así como los movimientos urbanos
de todo el continente, mantienen relaciones más o menos fluidas con las
instituciones estatales, ya sea nacionales o municipales. Esos vínculos no les
impiden mantener su autonomía, aunque desde la óptica del Estado el objetivo de
las políticas sociales no es otro que mellar el filo antisistémico de los
movimientos.
Uno de los más arduos aprendizajes
posteriores al 19 y 20, está siendo cómo sostener la autonomía en una coyuntura
signada por el fortalecimiento de los estados, la creciente desmovilización y
un potente crecimiento económico cercano al 10% anual. Este largo período de
crecimiento en toda la región, cuyo fin no parece cercano, no es el mejor clima
para recuperar la movilización ni las apuestas emancipatorias. Colectivos que
nacieron en un período de aguda crisis y de creciente debilidad de los estados,
deben ahora remar contra la corriente.
En
esa tarea no hay atajos. O nos sostenemos en base a las propias fuerzas o
sucumbimos cuando apelamos a instituciones financiadoras de nuestros proyectos.
Eso implica que la vida será más dura, habrá menos recursos y por lo tanto
avanzaremos más despacio, pero los pasos que serán de verdad.
A
mi modo de ver, los movimientos y los militantes antisistémicos enfrentamos un
nuevo desafío, consecuencia del 19 y 20: autonomizarnos de los ciclos de
protesta. La acción colectiva suele lanzarse en períodos de crisis económica y
de crisis de la gobernabilidad, o sea cuando el mercado no puede garantizar la
sobrevivencia de la población más pobre y cuando el Estado no tiene la
legitimidad suficiente para mantener el orden. Por esas grietas que cada tanto
se abren en el modelo de dominación, aparece el activismo social, se producen
grandes movilizaciones que a veces amenazan el orden hegemónico y se tejen
organizaciones del abajo. Una vez que pasa el pico de la crisis, la economía
recupera su dinamismo y se eligen nuevos gobiernos con mayores dosis de
legitimidad, el activismo social decae, los movimientos se marchitan y abajo se
instalan la desmoralización y la confusión.
En
los períodos anteriores, los revolucionarios intentaron superar estos vaivenes
(flujo/reflujo) que destruyen buena parte de la fuerza social y política
construida en el apogeo de la movilización a través de partidos políticos de
cuadros, permanentes, que pretendían encarnar el aprendizaje de cada ciclo de
luchas para trasladarlo al siguiente. La historia mostró tres problemas: uno,
que lo aprendido durante un ciclo es de poca utilidad en el siguiente. Dos, que
los aparatos partidarios se burocratizan y empiezan a tener intereses propios,
con lo que se convierten en obstáculos una vez que se relanza la lucha. Tres,
que sigue habiendo un hiato entre los cuadros organizados y la base social, que
es arrastrada hacia la integración al sistema cada vez que la economía y la
gobernabilidad recuperan fuerza para atraer productores, consumidores y
gestores estatales.
Los
movimientos actuales, los “pos 19 y 20” en Argentina, contienen algunas
diferencias notables respecto al movimiento obrero tradicional. La principal es
que han puesto en pie una economía otra, o sea emprendimientos capaces de
producir una parte de los valores de uso que necesitan las personas. Me refiero
a las fábricas recuperadas, los talleres productivos de alimentos y de otros
bienes, materiales y simbólicos, vinculados a la salud, la educación, la
cultura, el ocio, y una infinidad de iniciativas colectivas de base. Esos
espacios de producción y reproducción de la vida cotidiana han ganado
centralidad en la vida de los oprimidos como nunca antes en la historia del
capitalismo dependiente urbano. Esas miles de iniciativas, que nacieron en el
ciclo de protestas 1997-2002 y que se fortalecieron en el entorno del 19 y 20
para luego decaer pero en absoluto desaparecer, están arraigadas en los
territorios de la pobreza, en aquellos barrios y espacios que resistieron el
despojo.
Son
hoy una de las posibilidades que tenemos de superar la terrible dinámica
flujo/reflujo, o sea la destrucción de la fuerza organizada que en la historia
le ha correspondido a la socialdemocracia y hoy al progresismo. Para hacerlo,
hay dos condiciones necesarias: la formación y la economía. La primera es ya un
patrimonio común de la mayor parte de los movimientos de nuevo tipo, que tienen
espacios permanentes de formación autónoma, no sólo de sus miembros sino de
sectores más amplios como son los bachilleratos populares. Sin
formación/educación será imposible estabilizar una fuerza política con una
relativamente amplia base social que no sea culturalmente ganada por el
consumismo y la política del sistema.
La
segunda premisa, la construcción de una “economía política en resistencia”, es
más embrionaria y más compleja. Puede y debe asentarse en los espacios
productivos ya existentes, pero debe ir más lejos para ganar a sectores más
amplios que los que están directamente involucrados en la producción. Debe
construirse de modo diferente a la economía capitalista, no para acumular sino
para asegurar el flujo de valores de uso que deben estar a disposición de todos
y todas. De algún modo, esta economía debe estar inspirada en los valores que
Marx defendió: “de cada cual según capacidad, a cada cual según su necesidad”.
No será esa una realidad concreta sino un norte, una inspiración, a sabiendas
de que estos espacios son codiciados por el Estado y el mercado y deben ser
defendidos, elevando muros culturales más que políticos, simbólicos más que
materiales. Apenas estamos empezando a transitar los nuevos rumbos legados por
el “QUE SE VAYAN TODOS”.
Raúl
Zibechi