EL PAÍS QUE SOÑAMOS

Memorias, afectos, cercanía y protagonismo

Por Carlos del Frade.

Hay un sueño colectivo inconcluso.
Está en la letra del himno nacional e incluye a los pueblos originarios.
Para vivir con gloria es necesario poner en el trono de la vida cotidiana a la noble igualdad.

Hoy ese sueño pierde por goleada.
Cargill factura nueve mil dólares cada sesenta segundos.
Y las grandes mayorías apenas le empatan al fin de mes.

Es necesario completar la revolución garabateada en 1810.
Es indispensable dejar una señal de futuro a nuestras hijas, a nuestros hijos y para eso es fundamental pelear contra el capitalismo.

De allí que el futuro siga llamándose socialismo aunque no haya recetas.
Como dijo Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, se trata de inventar o perecer.

Pero también es preciso situar la Argentina del presente.
Seguimos siendo un país profundamente unitario.
Buenos Aires se mete en la vida cotidiana de todos los pueblos y su mirada siempre es ajena a lo que sucede en otros puntos de la geografía nacional.

De allí que resulta primordial construir poder popular desde lo cercano.
Porque lo cercano acerca y lo lejano aleja.
Así de simple y así de complejo.

Construir lugares de encuentro intergeneracionales para que la experiencia fluya hacia nuestros pibes.
Juntarnos y pelear con información precisa y con la mística que nace del conocimiento de las luchas anteriores.

Porque no alcanza con decir que hay que unir a todos los luchadores sociales.
Es imperativo conocer y enamorarse de las causas y los métodos de esas luchas para que realmente sean una y la pelea tome ribetes de colectivo más allá de la facilidad con que pronunciamos el término.

Cercanía, afecto, denuncia, información, inocularse de la historia a través de la memoria oral de nuestros referentes e intentar pensar políticas de transformación que vayan desde las provincias hacia Buenos Aires y no al revés.

No desechar ningún espacio ni para la pelea ni para el ofrecimiento de abrazar a la compañera y al compañero que la está peleando.

Abrir para multiplicar y multiplicar para transformar.

Somos lo que soñamos.

Allí está el secreto de la identidad.
No reside en la sonoridad del apellido ni en la procedencia geográfica de nuestros viejos.
Sino en el lugar social en el que vivimos, trabajamos y crecemos.
Y es allí donde la memoria adquiere el sentido que le daban los guaraníes cuando hablaban del aguyje, la plenitud de la tierra sin mal, ese lugar soñado por los abuelos donde las futuras generaciones encontrarán en su permanente búsqueda y podrán tener la necesaria igualdad para construir la felicidad.

Conceptos simples y profundos.

Allí también deberá hacerse un esfuerzo: en la comunicación.
Ir de lo particular a lo general.
Escuchar bien para contar lo bien lo que sucede con nuestro pueblo y su historia cotidiana.
El principio del encuentro.
El otro, los otros son los que deben ser los protagonistas.
Construyamos los cauces, los canales, los lugares de encuentro.

El país que queremos, el país que soñamos está en el mando inconcluso de la revolución balbuceada de mayo de 1810.

En aquellos textos perdidos y jamás estudiados de Moreno y Belgrano.

MEMORIAS

Agosto de 1810.  El secretario de la primera junta de gobierno, doctor Mariano Moreno es el encargado de redactar el programa político y económico que le dará encarnadura al invento de 162 personas que el 25 de mayo decidieron hacer un nuevo país y separarse de España.
Moreno escribirá el “Plan de Operaciones. Que el gobierno provisional de las Provincias Unidas del Río de la Plata debe poner en práctica para consolidar la grande obra de nuestra libertad e independencia”.
Para la junta era vital el proyecto, el horizonte hacia donde marchar.

La situación no podía ser peor: “En el estado de las mayores calamidades y conflictos de estas preciosas provincias; vacilante el gobierno; corrompido del despotismo por la ineptitud de sus providencias, le fue preciso sucumbir, transfiriendo las riendas de él en el nuevo gobierno provisional de las Provincias Unidas del Río de la Plata, quien haciéndose cargo de la gran máquina de este estado, cuando se halla inundado de tantos males y abusos, destruido su comercio, arruinada su agricultura, las ciencias y las artes abatidas, su navegación extenuada, sus minerales desquiciados, exhaustos sus erarios, los hombres de talento y méritos desconceptuados por la vil adulación, castigada la virtud y premiados los vicios...”, describieron los integrantes del gobierno provisional el 18 de julio de 1810.

Moreno define la revolución como un proyecto sudamericano: “El sistema continental de nuestra gloriosa insurrección”.
Para el secretario es necesario modificar la estructura social: “tres millones de habitantes que la América del Sud abriga en sus entrañas han sido manejados y subyugados sin más fuerza que la del rigor y capricho de unos pocos hombres”. Moreno sabe que los privilegios deben ser suprimidos si en verdad se quiere crear “una nueva y gloriosa nación”, como dirá más tarde una de las estrofas mutiladas del Himno Nacional.

Por ello quiere insuflar de decisión política al nuevo estado para que sea herramienta de distribución de riquezas: “qué obstáculos deben impedir al gobierno, luego de consolidar el estado sobre bases fijas y estables, para no adoptar unas providencias que aún cuando parecen duras para una pequeña parte de individuos, por la extorsión que pueda causarse a cinco mil o seis mil mineros, aparecen después las ventajas públicas que resultan con la fomentación de las fábricas, artes, ingenios, y demás establecimientos en favor del estado y de los individuos que las ocupan en sus trabajos”.
Y agrega que “si bien eso descontentará a cinco mil o seis mil individuos, las ventajas habrán de recaer sobre 80 mil o 100 mil”.

Un estado que arbitre lo necesario para cumplir el objetivo de la política, según el propio Moreno, que es “hacer feliz al pueblo”. Un estado que vuelque su poder en favor de las mayorías y en contra de los intereses minoritarios.
Con un proyecto de desarrollo del mercado interno y proteccionista de su comercio y su industria: “se pondrá la máquina del estado en un orden de industrias lo que facilitará la subsistencia de miles de individuos”.

El futuro del país pensado por Moreno “será producir en pocos años un continente laborioso, instruido y virtuoso, sin necesidad de buscar exteriormente nada de lo que necesita para la conservación de sus habitantes”.

Durante una década no habrá interés particular por sobre las necesidades del estado revolucionario: “se prohibe absolutamente que ningún particular trabaje minas de plata u oro, quedando al arbitrio de beneficiarla y sacar sus tesoros por cuenta de la nación, y esto por el término de diez años, imponiendo pena capital y confiscación de bienes con perjuicio de acreedores y de cualquier otro que infrigiese la citada determinación”.

Repite su cuestión de estado a favor de una igualdad garantizada desde el poder: “las fortunas agigantadas en pocos individuos, a proporción de lo grande de un estado, no solo son perniciosas, sino que sirven de ruina a la sociedad civil, cuando no solamente con su poder absorben el jugo de todos los ramos de un estado”.

No era solamente una advertencia sobre aquel presente, sino una profecía para los tiempos que vendrían.
El 4 de marzo de 1811 Moreno fue envenenado frente a las costas brasileñas y junto a su cuerpo también desapareció la voluntad política de generar y sostener un estado revolucionario.
La metáfora del cuerpo del revolucionario sumergido y desaparecido en el Atlántico es un macabro prólogo de lo que sucedería en los años setenta del siglo XX con aquellos que intentaban un cambio estructural en la sociedad argentina.

Las banderas de Don Manuel. Un estado al servicio del mercado interno. Agil y capaz de generar educación y trabajo para todos. Dispuesto a introducir avances tecnológicos. Ese es el pensamiento de Belgrano, político economista.
“Los hornos del célebre Rumford, sólo se conocen aquí por Cerviño y Vieytes, que los han establecido para sus fábricas de jabón, y seguramente no debería haber casa donde no los hubiese mucho más notándose la falta de combustible, para lo cual no veo que se tomen disposiciones a pesar de nuestros recursos. Estos habitantes tienen todo su empeño en recoger lo que da la naturaleza espontáneamente, no quieren dejar al arte que establezca su imperio, y tratan de proyecto aéreo cuanto se intente con él”, escribió en setiembre de 1805.

Denunció como periodista del “Telégrafo Mercantil, Historiográfico, Rural y Político del Río de la Plata” a los estafadores del pequeño comerciante de la colonia. “Otro mal imponderable al labrador y a los pueblos, es el de los usureros, enemigos de todo viviente, a estos que tragan la sustancia del pobre y aniquilan al ciudadano, se les debe considerar por una de las causas principales de la infelicidad del labrador, y como mal tan grande, no hay voces con qué exagerarlo”, sostuvo entonces.

El desarrollo del mercado interno era la obsesión de Belgrano: “Es preciso no olvidar que el comercio es el alma que vivifica y da movimiento al Estado, por la importancia de cuanto necesita y la exportación de sus frutos y efectos de industria, proporcionando a los pueblos, la permutación de lo superfluo por lo que les es necesario, y facilitándoles recíprocamente, todas las especies de consumo a precios cómodos y equitativos, y que por este medio los derechos y contribuciones moderadas, ascienden a una cantidad considerable, que siendo suficiente para las atenciones públicas, la pagan insensiblemente todos los individuos del estado”, sintetizó en carta al gobernador de Salta, Feliciano Chiclana, el 5 de marzo de 1813.

Repudiaba la apertura indiscriminada de las fronteras porque “la importación de mercaderías que impiden el consumo de las del país o que perjudican al progreso de sus manufacturas y de su cultivo y lleva tras si necesariamente la ruina de la nación”. Agregó que “si el mercader introduce en su país mercancías extranjeras que perjudiquen el consumo de las manufacturas nacionales. El estado perderá primero el valor de lo que ellas han costado en el extranjero; segundo, los salarios que el empleo de las mercancías nacionales habría procurado a diversos obreros; tercero, el valor que la materia prima había producido a las tierras del país o de las colonias; cuarto, el beneficio de la circulación de todos esos valores, es decir, la seguridad que ella habría repartido por los consumos sobre diversos otros objetos; quinto, los recursos que el príncipe o la Nación tienen derecho a exigir de la seguridad de sus súbditos”, remarcó.

Analizó que los fenómenos de corrupción dentro del estado son proporcionales a la miseria que padecen las mayorías: “Desengañémonos: jamás han podido existir los estados, luego de que la corrupción ha llegado a pisar las leyes y faltar a todos los respectos. Es un principio que en tal situación todo es ruina y desolación, y si eso sucede a las grandes naciones, ¿qué no sucederá a cualquier ramo de los que contribuyen a su existencia?. Si los mismos comerciantes entran en el desorden y se agolpan al contrabando, ¿qué ha de resultar al comercio?; que se me diga, ¿qué es lo que hoy sucede al negociante que procede arreglado a la ley?. Arruinarse, porque no puede entrar en concurrencia en las ventas con aquellos que han sabido burlarse de ella”.

Entiende la necesidad de la distribución de las riquezas cuando escribió que “la repartición de las riquezas hace la riqueza real y verdadera de un país, de un estado entero, elevándolo al mayor grado de felicidad, mal podría haberla en nuestras provincias, cuando existiendo el contrabando y con él el infernal monopolio, se reducirán las riquezas a unas cuantos manos que arrancan el jugo de la patria y la reducen a la miseria”.

Pero para lograrlo es fundamental la decisión política desde el estado.
“Nadie duda que un estado que posea con la mayor perfección el verdadero cultivo de su terreno, en el que las artes se hallen en manos de hombres industriosos con principios, y en el que el comercio por consiguiente se haga con frutos y géneros suyos, sea el verdadero país de la felicidad, pues en el se encontrará la verdadera riqueza, será bien poblado, y tendrá los medios de subsistencia y aún otros que le servirán de pura comodidad”, señalaba Belgrano.

Tampoco desconoció el dolor de la desocupación y su huella hacia el futuro: “He visto con dolor sin salir de esta capital una infinidad de hombres ociosos en quienes no se ve otra cosa que la miseria y desnudas; una infinidad de familias que solo deben su subsistencia a la feracidad del país, que está por todas partes denotando la riqueza que encierra, esto es, la abundancia; y apenas se encuentra alguna familia que esté destinada a un oficio útil, que ejerza un arte o que se emplee de modo que tenga alguna más comodidad en su vida. Esos miserables panchos donde ve uno la multitud de criaturas que llegan a la edad de pubertad sin haber ejercido otra cosa que la ociosidad, deben ser atendidos hasta el último punto”.

Es el mismo plan de Mariano Moreno, Artigas y San Martín.
El camino por el cual debería sostenerse “la nueva y gloriosa Nación” sobre “la faz de la Tierra”, como dicen los versos nunca cantados del Himno Nacional.
He allí el verdadero proyecto político económico inconcluso. El que todavía no se llevó adelante y que requiere una práctica autónoma y coherente con aquellos deseos incumplidos. En esas ideas fuerzas está la suerte de una Argentina para las mayorías.
De allí que Belgrano también sea parte de la necesaria historia política del futuro.

2001 y la marca de la bestia

34 vidas dejaron de soñar, amar y luchar aquellos días de diciembre de 2001.

El sistema mata.

Lo viene haciendo desde hace mucho.
Y en especial, desde 1976.

Los números juegan con la literatura y marcan una cifra.
La cifra que revela el enigma profundo de la historia de los últimos cuarenta años en estos arrabales del mundo.

6 de cada diez de nuestros 30 mil desaparecidos tenían entre quince y  treinta años.

6 de cada diez de nuestros más de tres millones de desocupados y trabajadores informales del presente tienen entre quince y treinta años.

6 de cada diez de los detenidos por primeros delitos en las principales provincias argentinas tienen hoy entre quince y treinta años.

666.
El número de la bestia apocalíptica según el último libro del Nuevo Testamento atribuido al apóstol San Juan.

Pero la repetición del 6 no es una alegoría. Un símbolo que está más allá de la historia material.

En este caso es al revés.
Este 666, esta marca viene de las vísceras mismas de la evolución del pueblo argentino en las últimas cuatro décadas de existencia.

La bestia, la verdadera cara de la bestia que se apropia de nuestros pibes, de los que tienen la necesidad biológica y cultural de producir los cambios sociales, esa voracidad es propia del sistema capitalista y sus formas concretas de manifestarse en el país y en cada una de las provincias.

Desaparecidos, desocupados, delincuentes.
La marca de la bestia del sistema capitalista argentino.
Los convierte en desaparecidos, en desocupados y en delincuentes.

Una feroz continuidad en el tiempo.
Es la cifra que explica el permanente control social.

Cuando no alcanza con el narcótico de los grandes medios de comunicación, el sistema usa el terror.
Y usa el terror porque tiene miedo.
Miedo a que vuelva a producirse un grado de ebullición social que busque la construcción de un poder popular que haga efectiva, de una buena vez, el sueño colectivo inconcluso que late en la poesía del himno, ver en el trono de la vida cotidiana a la noble igualdad.

Por eso hay que repasar las identidades y las edades de las víctimas de diciembre de 2001.

Y volver a ser conscientes de la marca de la bestia del capitalismo argentino.

En la ciudad de Santa Fe: Marcelo Alejandro Pacini, 15 años.

En Rosario, Claudio Lepratti, 35 años; Graciela Acosta, 35 años; Juan Alberto Delgado, 24 años; Rubén Pereyra, 20 años; Walter Campos, 17 años; Liliana Yanina García, 18 años; Ricardo Villalba, 16 años y Graciela Machado, 35 años.

En el Gran Buenos Aires, Damián Vicente Ramírez, 14 años; Ariel Maximiliano Salas, 30 años; Pablo Marcelo Guías, 23 años; Roberto Agustín Gramajo, 19 años; Víctor Ariel Enriquez, 21 años; Eduardo Legembere, 20 años; Diego Avila, 24 años; María Rosales, 28 años; Julio Hernán Flores, 15 años; Daniel Enrique Mataza, 23 años; Cristian Gómez, 25 años y Maximiliano Tasca, 25 años.

En Plaza de Mayo, Carlos Petete Almirón, 23 años; Marcelo Riva, 31 años; Diego Lamagna, 17 años; Alberto Márquez 57 años; Gustavo Benedetto, 23 años; y Rubén Aredes, 30 años.

En Paraná, Romina Iturrain, 15 años; Eloísa Rosa Paniagua, 13 años y José Daniel Rodríguez, de 25 años.

En la ciudad de Cipoletti, Río Negro, Elvira Abaca, de 42 años.

En Corrientes, Ramón Alberto Arapi, de 23 años.

En Córdoba, David Ernesto Moreno, de 13 años.

En San Miguel de Tucumán, Luis Fernández de 27 años.

28 personas asesinadas en aquellos días de diciembre de 2001 tenían menos y hasta treinta años.

28 sobre 34 asesinados por las balas de las fuerzas de seguridad del sistema capitalista argentino.

El 82 por ciento de las vidas segadas por aquella represión que cuidaba el sistema que garantiza la concentración y la extranjerización de las riquezas.

Una profundización de la marca de la bestia de los últimos cuarenta años.
Algo que también suele verse en las cárceles de las provincias más grandes como Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba, donde 8 de cada diez detenidos están presos porque tienen causas judiciales por supuesto narcotráfico. La otra variante de la bestia del sistema: los desaparece, los desocupa, los convierte en delincuentes y los droga.

El país que soñamos, el país que queremos está en la conciencia que seamos capaces de construir alrededor de esos momentos de nuestra historia.

De allí que los días de diciembre de 2001 remarcan la necesidad de construir otra realidad, donde las pibas y los pibes tengan la mínima e indispensable igualdad de oportunidades para que puedan construir sus sueños y lograr la felicidad, aquel objetivo de la revolución y la política del que hablaba Manuel Belgrano.

De eso se trata tener memoria de los sucesos de 2001, de ser conscientes del mandato existencial de inventar una país con justicia, libre e igualitario.

Para que la vida se parezca a los sueños de las mayorías y no sea, solamente, el zafar de las pesadillas impuestas por los que son menos.